Infierno Mecánico Capítulo 20 -Mari-plash!

     Los días siguientes fueron de mucho trabajo y tampoco contábamos con suficientes recursos para sobrevivir en condiciones, ya que los animales que nos quedaban estaban malnutridos y en pocos días habían perdido hasta el brillo de sus pelajes. Cosa normal, pues cada poco tiempo se oía un aullido de lobos o el rugir de la zorra, que es como oír a un fantasma decapitado.  

    Estábamos recogiendo algunos frutos en parejas, con nuestros ropajes primitivos, oliendo a humo y sudor. Entre los frutos que recolectábamos estaban las abundantes bellotas, duras e insípidas, las cuales tostábamos un poco como si fueran castañas, pero aquello no recordaba buenos tiempos, solo quitaba el hambre y poco más. Al final solo servían para alimentar al ganado, el cual no dejábamos que se fuera muy lejos, pues el mal acechaba por todas partes, y no estábamos para más perdidas, la leche de la vaca y las cabras eran nuestro sustento. También había un manzano, con unas manzanas de montaña, verdes y duras, que te podían hacer saltar los empastes. Alguna seta aparecía en el camino y siempre daba ilusión verlas. Gracias a Dios que teníamos tomillo y romero para aderezar las comidas.

       Un día cualquiera, cuando estábamos buscando alimento, oímos algo que nunca pensamos que volveríamos a oír, las voces lejanas de unos hombres, que se oían en la lejanía con unas máquinas. Nos acercamos un poco y vimos con claridad a un grupo de hombres haciendo la carretera de nuevo, iban con extrañas y antiguas máquinas, excavando el terreno y allanándolo, fumándose unos pitillos y haciendo chascarrillos de obra, nos quedamos atónitos viéndolo. Volvimos a nuestra covacha corriendo, se nos caían del zaguán los almendrucos por los saltos de júbilo que dábamos, y aquella tarde, alrededor del calor de la hoguera, decidimos mudarnos y volver por donde habíamos venido, el plan del éxodo estaba en marcha y el día siguiente prometía un futuro. Un futuro incierto y arriesgado, pero al fin y al cabo, si había vida humana y tenían pitillos y máquinas, también habría comida. 

    Nos vestimos con nuestros mejores ropajes antediluvianos, palo afilado en mano y un trineo que hacía de carro, con dos esquís de madera, que llevaba los utensilios de cocina y los pocos enseres que nos quedaban de nuestro peregrinaje por el infierno. También llevábamos la cabeza de la virgen de los Enebrales, la cual iba en un palo alto, como protección de nuestra caravana. Subíamos colinas poco a poco, cruzamos bosques repletos de maleza, comimos unas zarzamoras que nos salieron en el camino e hicimos un guiso de pescado a mediodía, que aún teníamos truchas secas y salió bueno, quizás por el buen ánimo que todo lo endulza. Y por fin, cuando ya era casi de noche, llegamos al camino, cansados, pero con los pies sobre un terreno llano, lo cual era un avance de los buenos, como para darse unos golpecitos en el hombro. Allí estaba una de las máquinas, la excavadora, pero no había nadie. Nos llamó la atención que la máquina era muy bonita, estaba perfectamente pintada de rojo, con filigranas en dorado, muy parecido al tren de los comienzos de la aventura, tenía solo dos palancas terminadas en dos bolas redonditas pintadas en negro. Esto nos hizo dudar de lo que estábamos haciendo, aquella excavadora parecía tranquila y agradable, pero si era de los mismos que nos habían llevado hasta el exterminio no presagiaba nada bueno. Hicimos la noche allí mismo, al lado del camino, dentro del bosque para protegernos un poco, dormimos en el suelo, al estilo Frodo y Sam, y no pegamos ojo, el frío y las malditas piedrecitas no ayudan a descansar. Al día siguiente, después de ordeñar la vaca, que daba coces y te meaba encima, nos pusimos en marcha por el camino tan felices, como los judíos en Los diez mandamientos, con los animales atados en hilera y el trineo haciendo un devoro en el camino. A poco más de un kilómetro nos encontramos un túnel cavado en la montaña, era un túnel de diámetro pequeño, de unos 4 metros de ancho por tres de alto, era oscuro y siniestro como el ojete de Jorge Javier Vázquez. Entramos un poco acojonados, no os voy a mentir a estas alturas. Íbamos con los palos en ristre como buenos soldados, temblones. Avanzando entre las tinieblas, no nos veíamos los pies y no veíamos tampoco el final de aquello, no había ninguna luz. Casi en la totalidad de la oscuridad empezamos a escuchar una alegre sintonía, como una banda de fiesta, trompetas, platillos y tambores por doquier, el resultado musical era como tedioso, sin pilas, pero armonioso, no era tan desagradable como una batucada, pero tampoco era la fiesta de una charanga en condiciones.

    Estábamos quietos, mirando a la infinita oscuridad, la música se acercaba despacio, empezamos a retroceder, no sabíamos que podría ser aquello, seguía avanzando, ya casi cuando estábamos fuera, con algo de luz, pudimos ver a aquellos fabulosos músicos. Era una banda de muñecos de juguete, vestidos con traje rojo y pantalón negro, con bigotes pintados y cabezas extremadamente grandes, de unos 2 metros de altura. Iban girando la cabeza de un lado para otro al son de sus notas musicales, al final de ellos el platillo, con cara sonriente (pintada) y un platillo enorme. Realmente no parecían peligrosos y María, en sus alocadas interpretaciones, se acercó demasiado al de los platillos y “plash” de un golpe le dejó el brazo izquierdo espachurrado, los huesos y la carne desechos como un colgajo. Allí quedó María sentada, impactada, sin llorar. Fuimos a verla corriendo, aterrorizados por tan grave herida. Intentamos hacerla un torniquete, pero aquello era como intentar atar un manojo de espaguetis. Al poco, cuando estábamos sollozando y viendo a Chemil sin la pernera de su único pantalón, que es lo que había usado como torniquete y ahora nos mostraba medio glúteo y su pierna peluda, oímos al fondo del túnel otro sonido, este era más familiar, como una sirena de alarma. Se acercó rapidísimo, vinieron dos robots enfermeros, vestidos de blanco, juntos como de una pieza, con un cofre en medio de ellos. Se pararon junto a María, nosotros asustados les dimos de palos, tendrías que ver como Chemil le partió el palo en la cabeza a uno de ellos mientras el robot ni se inmutaba. Sacaron un serrucho muy reluciente y como el que corta el bacalao en la pescadería le seccionaron la parte de brazo que le quedaba, la niña desmayada, Julius también, Maribel empujaba a uno y le dio un puntapié, que le saltó la uña del dedo gordo, yo también intentaba quitárselos de encima. Yoli le agarraba el brazo, pero nada, aquella cosa seguía a lo suyo con la reparación. Aquello parecía una película de terror, sacaron del maletín un brazo mecánico, así al estilo de Denver, como un acordeón con una mano al final, muy grande. Se lo injertaron como el que embuta un chorizo, Luego lo soldaron alrededor del hombro, hicieron una reverencia burlesca y salieron corriendo con su musiquela de alarma. Al poco tiempo se levantó María, aturdida, cuando se ponía de pie el brazo le llegaba hasta el suelo, era enorme, empezó a moverlo, sin dolor ni nada, tenía una fuerza enorme, podía levantar grandes piedras y tirarlas con gran precisión, le habían puesto a María, precisamente a María un terrible brazo mecánico capaz de destruirnos de un solo golpe. Nos reímos, nos os voy a mentir, era gracioso ver ese enorme y terrible brazo mecánico.  Le dijimos a Chemil: ni se te ocurra espachurrarte la polla, que te conocemos.



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