Infierno Mecánico Capítulo 21 -Sopa de fideos

     Después de tan amarga y extraña experiencia, en donde ahora teníamos a María con el brazo mecánico y a todos un susto de muerte, decidimos entrar de nuevo en el túnel. No había más remedio, pues no había otro camino, era inviable intentar acortar por los cortados de la montaña. Esta vez, como buenos acojonados, decidimos hacerlo despacio y en caravana, calculando cada paso que dábamos. El plan funcionó muy bien hasta que nos vimos de nuevo a oscuras. Un traspié de Maribel lanzó sin querer una pequeña piedrecita, golpeando la pierna de Noelia, e hizo que todos saliéramos corriendo como un conjunto de viejas en un encierro, golpeándonos entre nosotros, chocándonos contra las paredes, chillando, un completo desastre, parecía una escena de Scooby Doo, pero sin risas ni bocadillos. A lo lejos una luz muy tenue, por allí salimos jadeando, con golpes por todas partes del cuerpo, llenos de polvo. 

    Empezamos a contar lo que había pasado, echándonos la culpa unos a otros, malhumorados, que si:  porque corres idiota, me has pisado, yo no he sido… Nos dimos cuenta de que Julius no había salido, se oía un rumor lejano en lo profundo de la cueva. ¡Coño Julito! Chemil y yo nos adentramos de nuevo buscando en la oscuridad al bueno de Julius, dimos con él y lo arrastramos hasta la salida, salió como un muñeco, sucio y como si le hubiese pasado todo el ganado por encima. Se había agarrado a una de las cabras y al tirar de él sacamos a todo el ganado que le acompañaba. Estaba mareado y jadeante. Nos decía: Cari, que me matan, prométeme que nunca más les invitarás a comer croquetas. Ja, ja, ja este Julius es una risa.

    Maltrechos y apagados, seguimos el camino entre los cortados y para colmo de males, nos topamos de nuevo con otro túnel, éste era mucho más grande que el anterior y tenía una puerta enorme de metal con un dispositivo de cierre corredero. Se abría y se cerraba cada minuto aproximadamente, con un tremendo ruido chirriante. Estábamos atónitos viendo que nuestro destino estaba ligado a otro maldito túnel. Para asombro nuestro, esta vez teníamos ayuda, un pequeño trenecito, igual que el que habíamos visto y nos habíamos montado al comienzo de nuestra aventura.  A diferencia de aquel, éste tenía un vagón también negro y dorado, muy bonito. En la cabina había una palanca, ir para delante o para atrás. Con cierta preocupación nos montamos en él. En la cabina nos montamos Chemil, Julia y yo. En la parte de atrás se montaron el resto, junto con el ganado, tenían que ir de pie o sentados en el suelo, pues no tenía asientos. Las ventanas no tenían cristales.

    Decidimos ponernos en marcha, con los nervios desatados como un chaval en su primera cita. Cuando vimos que la puerta se había abierto, presionamos la palanca hacia delante y se puso en marcha pero muy despacio. Acelera que se cierra, acelera!!!! A pocos metros de la puerta se empezó a cerrar. “¡Dios mío, para, frena, frena!” Nos quedamos a un palmo de chocarnos contra la puerta, qué horror. Echamos marcha atrás y otra vez para delante, se cerraba, se abría, y así hasta que después de varios intentos y las piernas flojas nos tiramos a lo loco y conseguimos cruzar mientras la puerta le daba un besito a nuestro trenecito en un costado.  

    Ya estábamos dentro, decidimos no ir deprisa por si acaso, hay que recordar que el tren no iba sobre raíles, tenía sus ruedas metálicas que rodaban sobre el terreno como un coche normal, pero dejando un reguero de destrucción a su paso. No hacía falta ser indio para ver por donde habíamos pasado. Al poco de entrar nos quedamos completamente a oscuras, el tiempo pasaba y allí estábamos esperando un golpetazo o que ocurriera algo, pero nada, preocupados, nos mirábamos como gatos en madriguera, con una pequeña antorcha. Pasaron horas y el sueño y el hambre nos tenían completamente locos. No sé si por la falta de fuerzas o que sé yo, empezamos a ver figuras en las paredes de la caverna, figuras de neón de diferentes colores muy bonitas, como echas mano en donde se reflejaban nuestras andanzas en el infierno mecánico en el que nos encontrábamos. Vimos al gigante metálico en color azul, la luna, el sol, estrellas de muchos colores… Era mágico ver aquellas luces que coloreaban las paredes del túnel mientras nos acariciaba un aire fresquito y oloroso. No hablábamos, solo mirábamos aquello como si de un sueño se tratara, me recordaba a una dulce tarde de fiestas con fuegos artificiales. 

    Tras unos minutos muy bonitos y alegres que llenaron nuestros corazones de una luz cálida y amigable, para alegría de nuestra corrompida y olvidada nariz, un olor a sopa de pollo invadió el espacio donde estábamos. El tren no había parado, seguíamos con nuestro rumbo a lo desconocido y aquel olor tan agradable cada vez se hacía más palpable. Era un olor a sopa tradicional, como de abuela. Mirábamos por todos lados, nuestro desgastado estómago rugía y se retorcía. A lo lejos una luz se nos iba acercando, poco a poco el tren se fue sumergiendo en un líquido humeante, sin duda aquella sopa era aquel líquido que nos rodeaba. Cuando estábamos pasando por aquella balsa de sopa, frenamos y la miramos con deseo. Más que deseo, el cuerpo quería tirarse sin remedio a beber aquello. Probamos un poco desde los escalones del tren, era una sopa deliciosa, con sabor a pollo y unos fideos, calibre 5 por lo menos, bastante gruesos y tersos, en su punto de cocción. No pude controlarme y al ver que no quemaba me di el gusto de bañarme en la sopa, me llegaba a media cintura, no cubría. Tragué sopa como un náufrago bebe la sal en la tempestad, masticaba los fideos y me reía, me reía mucho. Todo el grupo al ver que no me pasaba nada también se tiró a la sopa, y allí nos bañamos todos. Os sonará a guarrería, y lo era, pero aquella experiencia fue de lo mejor que nos había pasado en meses.

    Una vez que habíamos entrado en calor y la sopa nos llenó de energía, volvimos al tren, teníamos otra cara, habíamos recuperado el color, y la sonrisa estaba presente en todos nosotros. No hay nada mejor que comer cuando hay hambre. Llenamos unos cazos para llevarlos de provisión. Todo parecía perfecto, así que continuamos y dejamos atrás la sopa y la luz, y volvimos a la oscuridad. Pasadas unas horas, no sabría decir cuantas, por fin la luz al final del túnel, estábamos saliendo de aquel extraño túnel.

    Cuando salimos empezamos a llanear y lentamente el tren pilló una cuesta abajo, lo que empezó siendo divertido, se fue tornando a peligroso por la velocidad que estaba cogiendo aquel carromato. Vislumbramos a lo lejos un acantilado por el que de seguir montados nos íbamos a despeñar. Gritamos a todos que había que saltar y así fue, uno a uno se fueron tirando del tren, incluida la vaca a la que tuvimos que empujar y se dio un buen revolcón. El último en saltar fue Chemil, que al caer tuvo la mala suerte de coger un pequeño montículo que le hizo rodar hacia dentro y zas, la rueda del tren le cortó la cabeza, la cual cayó rodando por la ladera junto con el cuerpo. Nos quedamos sobrecogidos, maldecimos rodilla en tierra al creador de aquella barbarie.

A lo lejos, de nuevo, la sirena de ambulancia. 



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